
“Los nombres de Feliza”, de Juan Gabriel Vásquez: entre lo humano y el pacto ambiguo
Un análisis a la obra y escritura del autor colombiano.
Por: Adalberto Bolaño Sandoval
Las raíces de la novela
“La escultora colombiana Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza a las 10.15 de la noche del pasado viernes 8 de enero de 1982, en un restaurante de París”. Así comienza el artículo de Gabriel García Márquez “Los 166 días de Feliza” aparecido en “El País”, 12 días después, luego de la muerte de la escultora en París. La frase aparecerá como un ritornello, como un rintintín, en la novela de Juan Gabriel Vásquez, “Los nombres de Feliza”. La artista se exilió, en sus inicios, en la embajada de México en Bogotá, el cinco de agosto de 1981, de la que salió rumbo a la casa de García Márquez.
García Márquez recuerda que la escultora vivió 166 días en su casa de México, durante el gobierno de Turbay Ayala (1978-1982). Éste, en 1981, había expedido el decreto 1923 del 6 de septiembre de 1978, reconocido como Estatuto de Seguridad, bajo la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, proveniente de una estrategia militar de Estados Unidos durante la Guerra Fría, propugnando detener el comunismo, especialmente para América Latina, para lo cual se apoyó en la aparición de las dictaduras como fuente de control y violencia contra los “insurgentes”.
El mismo García Márquez había recibido igual persecución en marzo de 1981, cuando fue citado también para un interrogatorio, vinculándosele supuestamente al M-19 y por la publicación de la revista “Alternativa”, declarada analista crítica y contravertidora (con argumentos) de las situaciones políticas y oscuras del país de entonces, así como por sus viajes a Cuba y su relación con Fidel Castro. Había que atrapar a ese escritor, que le hacía daño a la credibilidad a la nación. El mundo se encontraba en un hervidero político y social, y en Colombia eran frecuentes las expresiones de inconformidad por parte de trabajadores, sindicalistas, campesinos, indígenas y estudiantes en diferentes regiones.
Al respecto, la Comisión de la Verdad escribió sobre el Estatuto de Seguridad y los comportamientos de las fuerzas de seguridad de ese mandato, que estas fueron “actuaciones alarmantes de las fuerzas militares y de policía: allanamientos de domicilio sin orden judicial, detenciones arbitrarias, torturas, desaparición forzada, consejos verbales de guerra para juzgar a civiles, hechos que constituyeron una falta de garantías y libertades constitucionales flagrantes y de ausencia de seguridad para quienes las reclamaban”.
En este contexto funesto, Feliza había recibido la visita del ejército, revisado su taller, de donde se llevaron una pistola inservible y tres fotos de escultores, luego de ser interrogada por 11 horas, y citada por un juez militar, quien le informó que la tenencia de esa arma llevaría cinco años de cárcel, para lo cual la convocó para dos días después, seguramente para comenzar algún juicio sumario, tras ser acusada sibilinamente de ser correo entre el M-19 y por contactos con la dirigencia cubana. Ante ello, dos días después, solicitó asilo en la embajada de México. Irónicamente, por fuentes “oficiales” del Estado y para el público nunca fue acusada “legalmente”, como sucedió con el propio García Márquez.
García Márquez recuerda en su texto que, muchos días después, se encontraría con Feliza en París, luego del exilio en México, tras habérsele conseguido una beca con ese gobierno, como artista. Con pudor, con equilibrio, indica ese momento fatal en el restaurante donde sucedieron los hechos narrados en el primer párrafo: “Era una noche glacial de este invierno feroz y triste, y había rastros de nieve congelada en la calle, pero todos quisimos irnos caminando hasta un restaurante cercano. Feliza, sentada a mi izquierda, no había acabado de leer la carta para ordenar la cena, cuando inclinó la cabeza sobre la mesa, muy despacio, sin un suspiro, sin una palabra ni una expresión de dolor, y murió en el instante”.

Feliza y la Colombia de entonces
Como se puede observar, para aquellos que son narradores o creativos, si leen con atención los anteriores párrafos, podrían encontrar que de allí surgiría una novela. Y justamente fue lo que pensó Juan Gabriel Vásquez, en una entrevista para diario El Tiempo: “Aquí hay una novela [...] tuve un pálpito, o una corazonada inicial, de que había una vida que podría ser material para una investigación literaria”. Ello resultaba muy atractivo, porque la historia de Feliza se encontraba entre la historia de los silenciados, que es una de las respuestas u objetivos artísticos adoptado por este escritor.
La novela busca, inicialmente, esculcar sobre las causas de esa tristeza, de esa tristeza transformada en sufrimiento y más tarde en muerte, pero que, obviamente, no se quedará allí. La obra se introduce, en buena parte, en la biografía de la escultora Feliza Bursztyn, ante lo cual el narrador indica: “entender a Feliza era una empresa difícil”. Y esa será su historia subterránea como escritor: explorar, hurgar, contar, hurgar. La historia de la escultora es analizada bajo diferentes situaciones, tiempos, espacios y, con ello, desde las diversas situaciones y sensaciones que las personas y contextos la rodearon y le produjeron, introduciéndose así en su vida íntima y confrontándola ante su historia y la de algunos de sus amigos y parientes, así como frente la Historia.
Para desarrollar sus textos novelísticos, Juan Gabriel Vásquez, como en “Los nombres de Feliza”, mezcla la biografía, la autobiografía, la autoficción y la bioficción (que serán explicados más adelante), así como la narración en primera persona, generalmente un punto de vista nacido a partir de estos subgéneros, finales del siglo XVII. Sobre ello, Vásquez explica una especie de poética narrativa sobre su obra novelística, en una entrevista en que hablaba sobre otro de sus textos narrativos, y que se acomoda a este también: “Está escrita desde la misma obsesión que ha animado casi todos mis libros. Esa obsesión por contar el espacio donde las vidas privadas, las vidas íntimas, chocan con las fuerzas tan misteriosas de la historia y de la política [que] las invaden sin misericordia y las trastornan para siempre”.
Bioficción y autoficción, como técnicas y subgéneros, suponen una reconstrucción, una escritura desde la vida de Feliza y desde la creación misma del autor como narrador de la misma novela (Vásquez), para lo cual, en una de sus estrategias literarias, el autor como cronista se encuentra en primera persona, y se asume como un escritor colombiano llamado, como el autor, Juan Gabriel Vásquez, que, como periodista, se pone (no coloca) a investigar la vida de la escultora, luego de leer el artículo de García Márquez en París, para lo cual viajó a dicha ciudad, para buscar una de sus técnicas de darle una dosis de investigación y “realismo” al interior de la novela, de la escritura que va a elaborar. Esa porción investigativa y de “realidad” busca acercarnos a Feliza, a una vida real, llena de fricciones, felicidades, desencuentros, luchas y enfrentamientos de la escultora frente el statu quo, inclusive al de su propia familia. En ese contrapunteo entre lo real y lo ficcional, el lector asume lo siguiente: estoy leyendo una historia verdadera, pero, he ahí que, en este caso, podrían asumir los lectores cotidianos una equivocación, pues detrás se presenta una historia obliterada, en que el narrador se convierte también en autor y personaje. Líneas adelante, se explicará esto.
La Colombia de entonces, años 60 y 70, es de grandes revoluciones y cambios: nacen las Farc y el ELN. Y, en lo internacional, son los años en que el mundo recibió el impacto de los movimientos universitarios situados en París, las revueltas por los derechos de los negros en EE.UU. Son múltiples movimientos y transformaciones. Indiquemos solamente lo que manifiesta César Ayala Diago sobre ello: “El continente ebullía de entusiasmo revolucionario. Al tiempo que existían enormes problemas sociales que esperaban soluciones, los promotores de los movimientos políticos ubicados entre el populismo y el comunismo llenaban el futuro de optimismo. No era para menos. El inicio de la década era la cresta de una onda revolucionaria cuyo origen más próximo había sido el triunfo de la Revolución Cubana en 1959”. Entre otros “compromisos”, en las protestas, se ocupaban en pronunciarse sobre el entorno conflictivo: la guerra, los enfrentamientos racistas y los primeros movimientos feministas. Se constituía, entonces, una poesía ética, moralista, feminista, étnica, ideológica, que reivindicaba, tras muchos de sus pronunciamientos apelativos y sentenciosos, la oralidad y lo conversacional, el acontecimiento, las propuestas de y sobre el Otro.
Lo que ocurre en la novela, es el trasfondo histórico de lo anteriormente mencionado. Y en Colombia, en tanto (desde mucho antes, como la de ahora) se encontraba llena de conservatismo, y, por ello, rígida y recelosa, infligiéndose daño a sí misma, donde sus habitantes se miran sospechosamente entre sí, y, casi de manera “natural”, y todavía de manera impasible, a sus dirigentes, pero tras lo cual, cundía el resentimiento y, también,, su desconfianza, muchos brotes de violencia y venganza, en especial, en el centro del país.
Mirar desde adentro: entre las sensaciones, la vida y lo humanístico
Una de las características de la obra novelística de Juan Gabriel Vásquez es mirar desde dentro la historia de sus personajes, así como estudiar y revelar y encuadrarlos tanto en lo íntimo como dentro de la Historia de Colombia.
Para desarrollar la novela, Vásquez, el autor ficticio la comienza en un presente cercano, el año 2020, cuando se entrevista con Pablo Leyva, la tercera pareja de Feliza, en París, con el narrador, que se autoidentifica como “Juan Gabriel Vásquez”, quien inicia la investigación luego de leer el artículo de García Márquez. ¿Cuándo comenzaron sus problemas de salud y de decadencia emocional? Hemos subrayado algunas frases de lo contado por el narrador en París, según la mirada de Pablo Leyva, quien ve a Feliza, en su recibimiento del viaje de Bogotá a París: “la notó flaca y pálida de piel”, y, seguidamente; “lo que no podía ser un engaño, en cambio, era una leve sombra de melancolía que parecía encima todo el tiempo. Había dejado de reír como antes, con esas carcajadas sonoras que asustaban a las mascotas ajenas”. Pablo la ha visto tropezar dos veces en la ciudad, y, así mismo, aferrarse a él firmemente, cuando llegó al aeropuerto. También Feliza ha mostrado un “cansancio extremo” desde su venida de México, y, aun antes, desde Colombia: “Estoy cansada, todo esto ha sido muy jodido”, dice ella. Entonces, “Pablo pensó por primera vez que Feliza no le estaba revelando toda la verdad”. Y una de las razones era el trabajo de fundición de las esculturas, que habían terminado por hacerle daño a sus pulmones, así como su constante fumadera de cigarrillos.
Condensemos los que indica la biografía y los hechos que suceden en la novela, lo que da identidad a lo fáctico como a lo ficticio. De padres judíos, Feliza vive una niñez amorosa, viaja a Nueva York a estudiar en el Arts Student League, del que trae conocimientos que aplicará a sus artes, inicialmente pintura, para posteriormente, estudiar en París con el escultor ruso Ossip Zadkine, acompañada por el poeta y ensayista Jorge Gaitán Durán, luego de divorciarse de su primer esposo, lo que, en la comunidad judía representó un gran alboroto y una tremenda ruptura, pues era la primer mujer judía en Colombia que se divorciaría, abandonaba a su marido y a sus hijas por un “amante”, un “goy”.

En París empieza a desarrollar sus primeras esculturas en barro yeso, para, luego de varios años, se diera a conocer por primera vez en el arte colombiano con sus esculturas a partir de materiales de desecho, especialmente de chatarra, que posteriormente combinaría con módulos creadores de movimiento y sonido, los cuales pasaron a elaboraciones más rigurosas y lúdicas al mismo tiempo, llevados a espacios cerrados y públicos.
Esos son los datos factuales, mondos y lirondos, pero el arte de la novela es el de la transformación evolutiva de los personajes, o de sus retratos y revelaciones profundas, así sean estáticas o dinámicas. Acaso la historia de Feliza, narrada por Vásquez, revela la historia de un dolor, de las soledades, de las inquietudes, de las incoherencias y contradicciones de ella con algunas personas, situaciones y costumbres de sus experiencias en Colombia, así como sobre en muchas situaciones del arte de Feliza con/sobre/desde el mundo. Y es allí desde uno de los puntos de vista como puede leerse la novela: primero, como una historia de las incomprensiones y rechazos a la escultora, y, en correspondencia con ello, como historia de una artista y una persona frente al “giro de las emociones”.
Este voquible de Sara Ahmed, una teórica judía-estadounidense, expresada en “La política cultural de las emociones”, podría aplicarse en la historia de Feliza como la suma de emociones que conforman un sistema comunicativo integrado por “elementos expresivos, fisiológicos, conductuales y cognitivos construidos culturalmente” y en la que ella se expone abiertamente. Juan Gabriel Vásquez logra penetrar de manera transparente y profunda en una vida que cruzó (estoy parafraseando a Ahmed) por múltiples variables sociales y condiciones espacio-temporales, llena de dificultades y que explican las grandes diferencias que, de modo sincrónico y diacrónico, revelaban sus miedos y sus alegrías.
Miremos un poco estas transformaciones: en París, en 1957, Feliza descubre, como manifiesta la novela, que “había vivido una vida falsa, una representación o una impostura [...] había logrado por fin descubrirse a sí misma, compartiendo con Jorge [Gaitán Durán] esa rara forma de clandestinidad”. La novela gira entre el diálogo del pasado y el presente, intersectándose en las emociones y la memoria de la escultora (en conjunción con los testimonios de Pablo Leyva), a través del fantasma de la evocación y del dolor: “era una leve sombra de melancolía que Feliza parecía llevar encima todo el tiempo. Había dejado de reír como antes, con esas carcajadas sonoras que asustaban a las mascotas ajenas y despertaban a los borrachos.” Para remate, Pablo Leyva, encontró una escultora extenuada: “Y esa fue la mujer que me encontré en París: una mujer agotada”.

La Feliza de Vásquez, en París, no solo es una mujer consumida física y mentalmente, sino una mujer que afronta el dolor del mundo, un sufrimiento en el que se funden las sensaciones del dolor propio y el de otros, aunque, según Sara Ahmed, el dolor sea, aparentemente, subjetivo, íntimo, y, algunas veces, objetivo. Pues bien, la novela planea entre lo íntimo: el sufrimiento de Feliza, de su historia, de sus desengaños, en la intensificación de estos, en el reconocimiento de sí, del cuerpo que duele, que, cansado, magnifica su melancolía. Por otra parte, se revela la contradicción y el dolor al no ver a sus hijas, quienes vivían en Nueva York, con lo que aumenta su soledad en París. Y en lo objetivo, las malas condiciones salud por las que pasa por la fundición que hizo desde sus esculturas, a lo que se unen su proceso de fumadora, pero también el de estar alejada de Colombia, de sus amistades, a pesar de la compañía de su pareja.
Poco después, entre dificultades y alegrías, Feliza regresa a Bogotá, luego de la caída de Gustavo Rojas Pinilla, en 1958, donde encuentra las limitaciones técnicas, por no existir talleres de fundición, lo cual conllevaba limitaciones tecnológicas y altos costos en producción de sus esculturas, lo cual la hace regresar a París a aprender a fundir y manejar materiales no convencionales. Desde lo anímico y familiar, es perdonada por sus parientes, luego de su divorcio y de vivir junto a Cote Lamus en París. Y para, su felicidad, en 1960, realiza su primera exposición en la galería de Casimiro Eiger. Es la época en que conoce a Obregón, García Márquez y una pléyade de artistas y escritores, entre otros, el otro pionero de la escultura en metal, Eduardo Ramírez Villamizar.
Desde la mitad de los 70 y 80 existe un período de alegría de Feliza: crea lo que quiere y como lo quiere, fundiendo en diferentes estilos sus esculturas, hallando nuevas propuestas tanto en lo material como en lo conceptual, dando a pensar otras y diferentes relaciones entre la escultura y el espacio de exhibición, para dar sentido a lo que hoy se denomina instalaciones. Feliza, con ese tipo de elaboraciones, demuestra no solo una relevante propuesta artística, sino la conjugación de su creación y de su personalidad, con lo que celebra más plenamente la vida; entreteje lo personal y lo público como una estética de sus sentidos, de sus símbolos y de su ser. Revela ella una discordia, al mismo tiempo, de sí con la sociedad, pues sus obras son recibidas entre el desconcierto del público y la novedad, aunque recibe con beneplácito las críticas favorables de Marta Traba, quien reconoce su arte de valía y novedoso.
En “Los nombres de Feliza” Vásquez reconstruye, de la mano de muchos testigos y testimonios, las peripecias de Feliza, ante lo cual nos preguntamos: ¿el autor ficcionaliza el testimonio o vuelve verídico lo ficcional? El mismo autor responde, en uno de sus textos: “Tomar la versión de la novela por la realidad real es no saber leer ni la realidad ni las novelas”. He ahí algunas de las equivocaciones de los lectores tradicionales, porque esta requiere de uno activo, colaborativo, ante las capas nuevas que aparecen en la novela: una obra híbrida, ambigua.
Recomponer el mundo desde lo humano
Bajo esos direccionamientos, bajo ese pacto ambiguo, en la que su “autor”, Juan Gabriel Vásquez, se funde con la historia que cuenta, la novela se vuelve, entonces, en más ficción, pero aferrada a la realidad: no es, como alguna vez señaló Aristóteles, mímesis, es decir, una imitación productiva de las acciones humanas y de la naturaleza que quiere aproximarse a la verdad; que crea novedad y un acto de conocimiento, pero que revela su imitación de modo ficcionalizado. No: estamos ante una trama más nueva: esta vez es más fabulada, más fabulizada. Por ello, indica Vásquez: “la ficción alimenta la historia”.
Como en “Guerra y paz”, de Tolstoi, es una historia que nos enseña novedades desde y por la Historia desde las historias ficcionalizadas, en las que los retratos de sus personajes contienen penetraciones históricas, emocionales, humanizadas, que los historiadores no podrían conseguir, y es lo que se observa en “Los nombres de Feliza” o “La forma de las ruinas”, también de Vásquez: respuestas humanizadas de lo invisible (de la vida de la protagonista) vueltas visibles. Detrás hay otro objetivo: mostrar que la ficción puede representar ya no la Historia oficial, sino que ahora es confrontada, desacreditada, para rescatar la historia de lo oscurecido, de lo escondido, de los silencios frente a una muerte, para representar a aquellos que tienen una vida invisibilizada.

Como en el caso de la historia de Feliza, lo que ha propuesto en esta novela Juan Gabriel Vásquez (y en varias otras) es, en sus palabras, apropiarse, recomponer, re-contar la vida de los otros; aclarar las preguntas y los misterios del ser humano, “hablar desde el lugar del otro”, como declara en “La traducción del mundo”: se quiere la recuperación de la visión del ser humano frente a la Historia: descubrir al otro tras la voz de los otros, mediante la imaginación, la memoria (individual e histórica), a través de los testimonios, del escuchar, para mostrar “la curiosidad y la clarividencia”. Porque se trata (parafraseando Vásquez a Plutarco) no de escribir de manera general, historias, “sino vidas”. Se busca poner en situación y hacer visible la experiencia humana de Feliza, por lo cual es necesario penetrar en “los rasgos espirituales”, en el alma de esa persona ahora biografiada, de modo que la estrategia del autor es mostrar una “voluntad de habitar otra consciencia, comprenderla desde dentro y, por medio de ese acto de posesión, comprender el mundo que la rodea”.
Por ello, Feliza revive, en palabras de Vásquez otra vez, acercándonos (como si fueran las palabras de Sara Ahmed) a cualquiera de sus obras narrativas, “la capacidad de traer al presente mental las sensaciones, las impresiones y las imágenes de los mundos desaparecidos”. Pero también de restaurar la “condición histórica del hombre” (aquí diríamos mujer) y luchar contra la continua “des-historización de nuestra experiencia”. La novela sobre Feliza constituye una re-traducción del mundo, sobre sus experiencias perdidas, que son la de los otros, las de todos, para pervivir, de nuevo, en la Historia. Acompasada y descompasadamente, es otra versión, otra interpretación del autor, para entregarnos, además, desde la obra narrativa, una ética y otra moral, más humanizada, de ella, haciéndola más nuestra. Esta novela podría acogerse a la frase de Milan Kundera, pues esta “examina la dimensión histórica de la existencia humana”, es decir, nos hablan desde la historicidad, desde la historiografía, de “otra” manera, para ilustrarnos sobre la vida de Feliza Burzstyn, en sus muchas otras dimensiones: sicológica, sociológica, emocional, ética, aunque faltó, propiamente, que Vásquez nos revelara un poco más sobre la dimensión creativa del arte de nuestra escultora.
En fin, la novela se vuelva un viaje interior desde lo exterior, y de lo externo hacia lo interno, convirtiéndose así en una aventura dialógica, que se ubica como cuestionadora de la Historia de los historiadores, de la historia canónica, para mirarnos, al mismo tiempo, en lo íntimo, en lo propio, para lograr un conocimiento que permea nuevos caminos, un conocimiento que nace del predominio de las historias particulares, de lo emotivo y de lo ético. La literatura entraría a transformar en tanto pensamiento original, creativo, logrando nuevos procesos de pensamiento, en la que el lector aprende a comprender, mucho mejor, la vida y el arte de la novela, a través de los personajes y de una novedosa visión del mundo.
Una novela que camina en/con la teoría…
Es sabido que cada obra artística revela su propia poética, su forma de ser escrita, y, además, la forma en que puede ser analizada. Recordemos, además, que arriba se planteó que Juan Gabriel Vásquez en “Los nombres de Feliza”, propone varios géneros o subgéneros o técnicas contemporáneos para estructurarla: biografía, autobiografía, pero que, por las artes artísticas, literarias, se vuelven autoficción y bioficción, narrada en primera persona. Pero agreguemos, además, el punto de vista múltiple, en el que utilizan muchos testigos, pues, a través de ese mecanismo, el narrador relata como un cronista, en primera persona; allí explora, entrevista a personas “reales”, para darle verosimilitud a sus palabras, que, muchas veces, se convierten en ficticias.
Vásquez ha expuesto todo ello mediante diferentes puntos de vista: en “Los informantes” (2004) es el periodista Gabriel Santoro, quien cuenta en primera persona; en “Historia secreta de Costaguana” (2007), José Altamirano, periodista, escribe cartas a su hija Eloísa, desde la Panamá de finales del siglo XIX y comienzos del XX, dando cuenta del género epistolar; en “El ruido de las cosas al caer” (2011), Antonio Yanmara, un profesor de Derecho, se plantea desde un narrador interno o primera persona; en “Las reputaciones” (2013), existe alguien que relata en tercera persona; en “La forma de las ruinas” (2015), es un escritor llamado Juan Gabriel Vásquez, quien ha escrito la novela “Los informantes”; en “Volver la vista atrás” (2020), el narrador interno considera relevante escribir la vida de Sergio Cabrera, su hermana Marianella y su padre Fausto Cabrera, por considerarlos personajes diferentes y llamativos.
Pero, ¿qué pasa cuando te planteas como lector, que estás leyendo una obra “real”, verosímil, cuando realmente lees una obra de ficción, de autoficción o bioficción, como esta misma, y en la puedes ser engañado, doblemente por ello? ¿O cuando lees una biografía o una autobiografía?
Todo es cuestión de acuerdos entre el autor y el lector: primero vayamos al primer nivel: ¿qué es el “pacto narrativo”?: sabemos que cuando leemos una obra literaria tradicional, especialmente narrativa, un cuento o una novela, se establece una “suspensión de incredulidad” o “suspensión del descreimiento”(el término es del poeta inglés Samuel Taylor Coleridge) entre el autor y el lector, cuando a partir de la obra escrita este último suspende su lado crítico, su juicio, y acepta que los hechos que le cuenta el escritor son verdades, verosímiles. y, con ello, se deja penetrar, atrapar, por la riqueza y originalidad de ese texto y empieza a creer, a darle verosimilitud, credibilidad. Por lo cual, creemos lo que nos plantea el literato y nos sumergimos y disfrutamos de esa ficción como algo “real”, de modo que puedes creer en unicornios, hadas, mujeres que vuelan o curas que levitan luego de beberse un chocolate, así como tramas y espacios inventados.

En cuanto al “pacto biográfico”, puedes leer la biografía de manera objetiva, pues está escrita en tercera persona, habla de una persona real y los datos son verificables, aunque muchas veces su autor se permita licencias literarias y sea obligatoria, aparentemente, la veracidad histórica, la cual acepta el lector. Puede llegar a ser transdisciplinaria, merced al influjo e incidencias de ciencias humanas y sociales. Pero, ¿qué pasa con la autobiografía? ¿Se da de manera plena y eficiente? En primer lugar, se presenta un “pacto autobiográfico” con el lector: creeré lo que me propone ese autor, quien “debe” escribirlo en primera persona, aunque existen excepciones como la “Autobiografía de Alice B. Toklas”, escrita en tercera persona por la norteamericana Gertrude Stein, utilizando el nombre de su amada.
Este tipo de “pactos” conlleva en el lector asumir totalmente las verdades de ese creador, especialmente aquellas “verdades”, que se encuentran escogidas por este, ya llenas de logros, problemas, emociones, distancias, en un marco histórico determinado. Su organización y escritura es narrativa, de allí que se diga que, por sus estrategias discursivas, llegue a ficcionalizar, a recrear muchas situaciones de ese escritor. De allí que, muchas veces (he ahí lo ficcional), puede manipular su propio discurso, escogiendo qué le interesa contar, recortar o aumentar o no, de allí su carácter también imaginativo, recreativo, en el sentido de escogencia de su material.
Recordemos que Vásquez utiliza en sus obras narrativas técnicas como la biografía y la autobiografía, como las de Feliza, pero que, al fabularlas, al novelizarlas, les insufla y las convierte en bioficción y autoficción. En “Los nombres de Feliza” cursan y dialogan estas diferentes técnicas literarias y discursivas señaladas antes: en primer lugar, desde el primer capítulo, el narrador, en primera persona, llamado Juan Gabriel Vásquez, comienza por contar, a modo de crónica y, con ello, como testimonio, su primer acercamiento con Pablo Leyva, el último marido de Feliza, a quien le da plena su relevancia para que le recuente sus vicisitudes con la escultora. Y es ahí donde la bioficción, la autoficción y la autobiografía comienzan a caminar y a cruzarse.
Expliquemos: a partir de varias fuentes, hemos resumido los siguientes conceptos, pues los teóricos no se ponen de acuerdo, como es natural en las ciencias humanas o en las ciencias sociales: “Los nombres de Feliza” constituye una bioficción, porque pone es escena la vida de un ser real, Feliza. La bioficción se encuadra como una variedad biográfica-ficticia en la que lo biográfico no se opone a la ficción, sino que dialogan inextricablemente. Es decir, esta biografía novelada se constituye en una recreadora de realidades ficcionalizadas, entrelazándose así los recursos de la ficción, que contribuyen y enriquecen lo biográfico. Y es autoficción, porque su autor, Juan Gabriel Vásquez, cede su nombre, convirtiéndolo en narrador de su propia novela. ¿Pero es el Vásquez de verdad, el Vásquez “real” de la obra?
Un poco de teoría…para enredar un poco….
Algunos críticos proponen a la bioficción, en sí, como literatura, como género o subgénero de la biografía (repetimos: los teóricos no se ponen de acuerdo) como aquella en la que, de acuerdo con la inteligencia artificial (realmente copiado de otros textos), “el protagonista lleva el nombre de una persona de la vida real y el autor ficcionaliza esa figura histórica para mostrar un tema común entre cosas que de otro modo serían diferentes o para transmitir un significado más amplio, como por ejemplo un comentario social”. Vásquez escritor, entonces, asume una triple identidad: es autor, protagonista y narrador, aunque muchas veces desaparece para asumirse solo como narrador. ¿Pero cuándo se convierte “Los nombres de Feliza” en una autoficción?
Acerca de ello, una teórica como Monserrat Escartín Gual indica: “La autoficción irrumpe falseando la biografía de quien escribe, mezclando datos auténticos e inventados, para estimular la atención de los lectores deseosos de trazar la frontera entre ambos. Este subgénero novelesco no reproduce con exactitud las vivencias del autor, sino que las recrea novelísticamente, además de jugar con la ambigüedad de quien narra, cuyo nombre es el del novelista y el de su personaje, suscitando dudas sobre la fiabilidad de la voz que cuenta”. Ello conlleva que toda narración de un yo convenga en ser una ficcionalización y toda autobiografía se vuelva una literaturización. Así, las “novelas del yo” mantienen un pacto ambiguo entre lo real y lo vivido, dialogando intensamente con el estatuto ficticio. Mucho de lo vivido tiene estatuto de realidad, de factor mimético, tras el cual existe un “autobiografismo simulado”: soy (en la literatura), pero no soy yo (en mucho, en la realidad), aunque existe mucha veracidad, mucha referencialidad, pero, en verdad, no hay que prestarle mucha atención, pues todo se ha vuelto ficción. El lector creerá mucho de lo contado, aunque esperemos que este empiece a ser menos ingenuo, más ilustrado.

Pero, ¿qué pasa cuando el narrador toma o usa el nombre del verdadero autor?, ¿o “es” el “autor”, Juan Gabriel Vásquez, quien investiga sobre la muerte de la escultora? Es allí donde se genera, además, otra variante literaria escritural o de subgénero: la autobiografía del “autor”. Y lo pongo entre comillas, porque cuando un autor aparece en su obra literaria, este se autoficcionaliza, se transforma en palabra, en un ser de papel, un personaje igual sobre los que escribe, así como igual que su biografiada. El mismo Vásquez indica en su ensayo “Las máscaras de Philip Roth”, de su libro “El arte de la distorsión”, que el escritor norteamericano, generalmente en su narrativa, decide usar las “máscaras de la ficción”, la identidad entre autor, protagonista y narrador, de modo transgresor, tanto en lo formal, lo estético como en lo técnico, lo moral y lo ético: quiere decir que, como en “Los nombres de Feliza”, existe también una igual contigüidad donde la vida del verdadero autor se ficcionaliza, lo que, obviamente, lo tendría sin cuidado, pues a él solo le interesa inventar (estoy transcribiendo lo que señala Vásquez sobre Roth, pero aplicable a él mismo), crea una identidad, otra identidad: la de sí mismo en la novela.
¿Cómo así? Al leer una novela autobiográfica, como “Los nombres de Feliza”, el narrador-autor-(semi)protagonista habla menos sobre su propia vida, pero más sobre la investigación que realizó para escribir este libro, constituyéndose en una autoficción creativa, metaficcional, bajo una mirada de sentido especular, porque muchas veces los escritores (en este caso, ellos mismos narradores, pero también como el autor autobiógrafo) escogen, agregan, seleccionan, enmascaran o pueden exagerar sobre sus propias vidas y las de las personas convertidas ahora en personajes. Por otra parte, es bioficción porque Vásquez escribe sobre la escultora bogotana; pero ampliemos también que ese escritor logra biografiar a una persona o a varias determinadas, socialmente reconocidas o no, como en el caso que comentamos, o como en “Volver la vista atrás”, del mismo Vásquez, cuando recrea la vida del cineasta Sergio Cabrera, de su hermana Gabriela y su padre Fausto.
Metaficción y escritura lúdica y paradójica
Agreguemos, además, que, ambas novelas son metaficcionales o autoreferenciales, ya que: a) muestra las técnicas de cómo se escribe la historia; b) revela cómo están construidas por dentro; c) los personajes, como un espejo, exponen su ficcionalidad, y, d) recuerdan que leemos una obra de ficción, estableciendo quiénes son, de manera explícita, el autor (ficticio), el lector y el texto. Al reflexionar sobre la propia propuesta ficticia de la novela, como indica Teresa Gómez, se pone “en entredicho del límite existente entre la propia ficción y la realidad exterior, con la consecuente invitación al lector-espectador a plantearse y cuestionar el estatuto de su propia realidad.” He aquí, pues, donde puede culminar todo: en el lector, quien, en atención a una mirada más perspicaz, entraría a participar activamente en re-hacer, en re-construir la historia y las nuevas líneas escriturales de la novela, para que luego indique: yo hago parte de ese juego, y no como la novela al uso, en la que este lector es solo un lector pasivo, un participante (¿?) con menos ilustración.
Lo anterior conlleva, además, otra capa más: nos encontramos con una narración paradójica y lúdica. Sobre el primer término, aparentemente ello es contrario a toda explicación lógica, o tradicional: así no se debe escribir este tipo de textos en esta modernidad ya superada. En cuanto a lo lúdico, consiste, en volver juego la escritura, la novelización, con los personajes, con la historia, para conjugar diferentes formas y dimensiones del mundo y de la palabra creativa, de la ficción. De allí lo especular de este tipo de literatura, convirtiéndose en juego de espejos dialogantes muchas veces, velados otros. Pero también se constituye en texto poliédrico y proteico, a la vez. Ello, en cuanto a lo primero, porque se puede leer desde las más diversas formas, si se puede, al mismo tiempo; y, por lo segundo, por cambiar continuamente de formas e ideas.

Supongamos, entonces, que “Los nombres de Feliza” y “Volver la vista atrás” son novelas biográficas, pues conjugan la verosimilitud, por sus personajes y situaciones reales, al tiempo que son autoficticias y bioficcionales, mientras “La forma de las ruinas”, del mismo Vásquez, con un narrador que tiene el mismo nombre que él y situaciones que vivió el autor en la vida real, pero cambiándoles a algunos nombres propios por ficticios, así como proponiendo una trama con diferentes personajes, tras los cuales existen personas como fuentes reales. A partir de allí, entraría en el plano de lo autoficticio, pero que, por manes de la literatura, se vuelve bioficticio y metaficcional.
Es, por decirlo de alguna forma, un “yo” fabulado y fabulador, pero que entrevera fotografías de la realidad, para darle cuerpo y credibilidad a la ficción, como lo hace el escritor alemán W. G. Sewald, con “Los anillos de Saturno” o “Austerliz”, dándole un carácter híbrido o presentando, como ha señalado el crítico español Manuel Alberca, un pacto ambiguo. Como el mismo Vásquez, en esta novelística se mezclan, de modo ecléctico, vida interior y tragedia humana, memoria, escritura e historia, mediante hilos narrativos cruzados con algún autobiografismo. Sewald representa a sus protagonistas en medio de una historia donde la cultura alemana y del mundo participa también.
*******
Pero finalicemos: este tipo de novelas, autoficcionales, autobiográficas y bioficcionales como, entre otros, las de Sewald y de Philip Roth, con Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, hacen parte de la estirpe de la novelas que anteceden a Juan Gabriel Vásquez como guía, pues ellas regalan la dimensión histórica y cultural en que se encuentran sus personajes, quienes reencarnan a seres humanos que se enfrentan a crisis del mundo o de su país, para cuestionar esa misma Historia y esa cultura. De allí que su literatura represente un cuestionamiento, una mirada profunda con y sobre esos mismos personajes, en espacios íntimo o colectivos, envueltos en exploraciones de los humanos, de sus querellas, de sus contradicciones, de sus emociones, inmersos en sus preguntas, en sus vidas, cuyas respuestas alcanzan a esbozar, porque, como la vida, se quedan a medio camino, pero dándonos, al mismo tiempo, enseñándonos, situaciones éticas y de conocimiento, y, también, dejándonos interrogaciones.
Para explicar su modo de trabajar, según declaraciones de Vásquez, se trata de partir de la nada, es decir, de la nada en pañales, de ideas: primero será una vivencia, una imagen, una lectura, alguien que cuenta algo; luego, dotarla (dotarse) de preguntas, para, más tarde, concretar algo más: tema, historias. Seguidamente, adelantar labores periodísticas, entrevistas, buscar testimonios, investigaciones bibliográficas, hemerográficas, documentos, y, mediante esas acotaciones de situaciones e historias, comenzar un borrador del relato, que será sometido al cribamiento, al filtro y escogencia del lenguaje, la estructura, de la forma.
Paralelamente, la escritura, conlleva un trabajo de imaginación, de memoria, para convocar (en los términos de Paul Valéry) los “recuerdos imaginarios”, en el que se reconstruye el pasado, pues se trata de que “la ficción alimente”, para Vásquez, y desmienta la Historia canónica, como lo logró en “Historia secreta de Costaguana” y en “El ruido de las cosas al caer”. De igual manera, dicha Historia necesita ser interrogada, debatida, como sucedió en “La forma de las ruinas”. O crear personajes que requieren ser inquiridos o puestos su lugar en la historia (“Los nombres de Feliza”, “Volver la mirada hacia atrás”, “Los informantes”), dándoles carnaduras creíbles y dotados de una gran sensibilidad.
El objetivo u objetivos, para el novelista (para cualquier artista), es transmitir la historia y generar interpretaciones, descubrimientos, relaciones, nuevos puntos de vista, para forjar algunas formas de nuevos conocimientos desde la literatura: crear o recrear aproximaciones éticas y morales para el lector, aunado a una transmisión de las experiencias de su vidas. Y eso consigue con justeza, con gracia, con conocimiento, Juan Gabriel Vásquez.